Aviso a los lectores, las siguientes líneas pueden herir la sensibilidad de aquellos que pensaban que California era sol, vigilantes de la playa con pechos sofocantes, actores de cine y raperos con pistola. Famosos no vimos a ninguno y gente peligrosa, menos. Si algo nos sorprendió de los norteamericanos es que, en contra del cliché, no son desconfiados con los extranjeros, sino tremendamente amables y abiertos. En cuanto a las playas, no encontramos a nadie en bikini. Y si había rubias buenorras no las vimos, porque con el frío y el viento todo el mundo llevaba la capucha del anorak calada hasta las cejas. Habría que mencionar que fuimos en diciembre y sí, resulta que allí también hace frío en invierno.
Decidimos ir a las montañas, a esa cordillera que atraviesa de norte a sur California y donde hay los parques nacionales de Yosemite, Kings Canyon y Sequoia National Park.
Pero como somos muy chulos, quisimos ir todavía más lejos, al famoso Death Valley. Quince horas en coche para llegar hasta un enorme valle excavado en la tierra por una serie de terremotos. ¿Que qué significa eso para los neófitos en geología? Pues que allí no hay agua. Ningún río ha esculpido esa inmensa depresión. El suelo se hundió a base de sacudidas sísmicas y dejó al descubierto las diferentes capas geológicas. Por eso descender a ese valle es un poco como viajar al interior de la Tierra.
- De camino al Death Valley
- Parada para estirar las piernas
No hay dinosaurios como imaginaba Julio Verne. De hecho, por no haber no hay casi ni vegetación. Cuando llueve, de uvas a peras, el agua absorbe las sales del suelo y las arrastra hasta el centro del valle, una enorme planicie. Al evaporarse, queda un paisaje marciano de barro solidificado por la sal, con aristas duras y afiladas. En la parte más baja del valle, las pisadas de los turistas han creado un enorme camino blanco de sal.
El origen del nombre de Death Valley viene de la Biblia, de ese libro tan inspirador que es el Apocalipsis. No es extraño que los primeros anglosajones que llegaran tuvieran pensamientos tan oscuros, porque en Death Valley se alcanzan las temperaturas más altas del planeta. La forma del valle hace que sea como una especie de olla que eleva la temperatura hasta los 50 grados (el que quiera el dato exacto que se lo busque en wikipedia).
Y poco más que decir. Sólo que pinchamos una rueda, comimos de pena y mi hija Gala consideró ese lugar como el paraíso terrenal ya que estaba en su fase de «quiero coleccionar piedras». Nena, a ver si la próxima vez te da por recoger hojas secas, como hacen todos los niños.
La siguiente parada fue el Sequoia National Park. Lo que pensáis es cierto, aquí no se mataron mucho con el nombre. Es un parque para ver secoyas, ni más ni menos. Es como si a los Pirineos les hubiéramos llamado Montañas con pinos. Nosotros queríamos caminar. Estábamos un poco decepcionados porque en Death Valley todos los caminos recomendados eran de 1, 2 o 3 kilómetros como máximo (sí, los americanos van al super en coche y también a los parques nacionales). Le preguntamos a un ranger del Sequoia National Park y nos recomendó un camino, «really really nice», de unas cuatro horas. Lo de «really really nice» nos convenció, pero no sé, para ser un ranger yo me esperaba un argumento más espectacular, tipo patada voladora Chuck Norris, que también es ranger, pero de Texas. Ya en el sendero encontramos a un hombre con coleta que nos dijo que estábamos haciendo un camino precioso, él lo hacía una vez al año. La cosa prometía. Tras las cuatro horas de caminata Serena y yo concluimos: «vaya caca de camino» (versión suave del «vaya mother fucker de camino» que dirían por ahí). ¿Tanto parque nacional para eso? En el Pirineo hay sitios más bonitos a patadas. Caía la tarde y, decepcionados, nos subimos al coche para atravesar un bosque de secoyas como última intentona en el parque. Entonces… ¡qué subidón, señores! Al entrar fue como si se hiciera de noche de repente. Hubo un silencio. Sin querer todos nos quedamos callados. La nieve cubría el bosque. Y de repente, entre los pinos, aparecieron los primeros troncos gigantes, primero a lo lejos, después justo al lado de la carretera. Son enormes, espectaculares. Podría utilizar un montón de adjetivos, pero, en realidad, no se trata del tamaño de esos árboles, sino de nosotros. Porque al pasar junto a ellos uno se siente pequeño, insignificante, completamente entregado a la madre naturaleza. Estábamos tan sorprendidos que todos estallamos de júbilo: «qué pasada», «increíble», «maravilloso». Y entre aquellos gritos surgió un quejido desde lo más profundo de mis entrañas: «¡Me cago en el puto ranger y en el hippie de la coleta, hemos perdido todo el día en un camino de caca cuando tendríamos que haber venido aquí desde el principio». Sí, amigos, es un hecho, no os fiéis nunca de un hombre con coleta que tiene más de 50 años. La marihuana y los alucinógenos han transformado su capacidad crítica.
Decidimos volver al día siguiente y fue fantástico. Caminar entre aquellos árboles con nombres de generales y presidentes (cómo mola cuando eres un turista, pero qué raro se me haría caminar aquí por las colinas José María Aznar). Nos hundíamos en la nieve, abrazábamos los troncos gigantescos, nos hacíamos fotos. Fue como volver a sentirse niños. ¡Qué digo niños, bebés! Porque mirad las fotos. Esos árboles… tienen coño. ¿O es que nadie lo había pensado? Eso negro de ahí abajo es una bulba enorme y os lo juro, cuando pasas por allí, te dan ganas de meterte dentro. Es como volver a la placenta de la madre naturaleza… Mejor cambio de tema o me acabaré pareciendo al tío de la coleta.
La única persona a la que no le gustó la caminata fue Gala. Y no por los árboles, sino por la nieve. Claro, que Alejandro le lanzara una bola de nieve en toda la cara no ayudó mucho. De todas formas, sé que no le gustó porque aquel fue el único parque nacional dónde no soltó un tordo en mitad del camino. Sí, cual perro que va marcando las farolas, mi hija fue dejando un rastro de su presencia a base deposiciones alargadas que colocaba estratégicamente en las zonas más turísticas de los parques. Ole sus ovarios y ole mi búsqueda desesperada de piedras para tapar semejantes ñordos. Podríamos decir que lo suyo era un homenaje a los bocadillos de tomate, aguacate y queso que Alejandro preparaba y le entregaba a regañadietes («joder, si sólo tiene 2 años, por qué le tenemos que dar un bocadillo entero como a los demás, mejor le damos medio y ya me como yo la otra mitad»). Ay, Alejandro, cómo añoro tus emparedados…
Finalmente, fuimos a Yosemite National Park, que para pronunciarlo al estilo americano hay que decir Yosémiti. ¿Por qué? No tengo ni idea, pero quedaba tan chulo decirlo con acento de Aznar hablando con Bush. Es un valle pequeño en medio de la gran cordillera. El sitio es realmente espectacular, porque está rodeado de cascadas y montañas rocosas. Los picos parecen hechos de una sola piedra de granito, gigantesca, pulida y brillante. A nosotros, el Yosémiti nos recordó un poco al metro en hora punta, y eso que sólo estaban a media bandera. Gracias a las gestiones de Sere, dormimos dentro del parque en una tienda de campaña con calefacción dentro. Lo único malo es que te comen tanto la cabeza con el peligro de los osos que al final vas con miedo hasta al lavabo. Sí, muchos pensáis: «cómo odio los lavabos de los campings». Pero chicos, esos americanos son tremendamente limpios e inodoros. No sé cómo lo hacen.
La última semana la pasamos en San Francisco con nuestros amigos, Eytan, Renata y sus hijos Noam y Udo. Ellos viven en Concord y desde allí salíamos en metro a visitar San Francisco. Otras veces, simplemente, nos quedábamos en casa cocinando y preparando las fiestas. Juntos celebramos la Navidad, el Cagatió, comimos escudella y sopa de galets, hicimos el amigo invisible, cuidamos de un hámster, bebimos, hablamos, cocinamos, volvimos a beber… Creo que por estar tan lejos de casa le encontramos más el gusto a todas esas celebraciones familiares.
Una pequeña reflexión. Yo hacía como tres años que casi no tenía contacto con Eytan y Renata. Y a Sere la había visto de tanto en cuando por Barcelona, pero no tenía ni idea de cómo era ella durante el viaje. Es decir, que nos juntamos en Navidad una serie de personas que éramos muy, muy amigos, pero al mismo tiempo unos desconocidos últimamente. No quiero ponerme en plan el hombre de la coleta, pero es una sensación rara. Resulta extraño y al mismo tiempo confortable reencontrarse con amigos a los que hace tanto tiempo que no ves. Confortable porque, por mucho tiempo que haya pasado, en seguida sientes esa confianza, esa calma ganada con los años para decir cualquier cosa. Pero el tiempo sí ha pasado, eso es lo extraño. Eres consciente de que hay muchas cosas que desconoces, muchos momentos que has dejado de compartir con ellos.
Sólo lo digo para explicaros que nuestros días en Concord y San Francisco no fueron días de turismo normal. Más importante que ver muchas cosas era redescubrir a los demás. Y eso lo hicimos, aunque también hicimos un poco el guiri. Vimos el atardecer en las playas de Baker Beach, comimos en Castro y Mission, un par de barrios cool de San Francisco, visitamos Alamo Square y sus casas victorianas, paseamos por el barrio chino e hicimos la turistada de alquilar unas bicis para atravesar el Golden Gate (aquello era peor que las Ramblas un domingo por la mañana, os lo juro).
Pero para más información os dirigís a una oficina turística, que haberlas haílas.
(Albert Casasín, como estrella invitada del blog de Alejandro-y-Sere-tanto-monta-monta-tanto-y-entre-tanto-y-tanto-monta-que-monta)